La Cuesta de Moyano.

Un librero de leyenda ha muerto. Tenía 89 años; y, se llamaba Alfonso Riudavets, río de abetos en catalán. En el pequeño universo madrileño de la Cuesta de Moyano, no era un librero a secas; sino el librero. Alma de uno de los enclaves con mayor encanto de la capital de España, lleno de casetas coloridas de madera, escalonadas junto a la valla del Jardín Botánico. Si allí llegaban las plantas de los virreinatos, incluidas las procedentes de expediciones científicas como la de Malaspina, los libros de temática latinoamericana abundaban en el puesto de Riudavets, cuáles agujas en un pajar, presentes pero difíciles de rastrear. Un librero argentino, especializado en esta parcela bibliográfica, hizo los bártulos; y se llevó a Madrid su establecimiento desde Buenos Aires. Día sí y día también, acudía de forma religiosa a “Moyanos” –el nombre coloquial otorgado en familia al barrio libresco-, con la esperanza de encontrar algún ejemplar raro, editado en Costa Rica, Paraguay o quién sabe dónde. Como en mercado al por mayor, el latinoamericanista compraba libros baratos a Riudavets; y los vendía caros en su local, ubicado en muy buena zona de Madrid. La técnica ancestral del arbitraje.

 

El librero Riudavets ha muerto
Alfonso Riudavets.

El librero mítico, regente de la caseta sellada con el número 15 desde 1967, agolpaba montañas de ejemplares en mesa aledaña al puesto, cuyo mostrador también estaba atiborrado de volúmenes. No se molestaba en clasificar los primeros; y, aplicaba precio mínimo los sábados por la mañana en aquella isla del tesoro. Mi hermano y yo arribábamos con ilusión de colegiales; y, durante años, no faltamos a la cita. En una fotografía de prensa, llegué a salir de espaldas. Éramos clientes muy frecuentes, incluidos domingos y algunas jornadas laborables. A Ernesto le fascinaba encontrar obras de autores españoles caídos en el olvido, cuyas referencias buscaba por Internet al llegar a casa. Si, como sociólogo, era lector voraz de libros de memorias, aquel conocimiento de nuevos personajes, aportado por el fondo de Riudavets, representaba puro aprendizaje.

En torno a la gran mesa, punto de encuentro semanal, cuando el librero incorporaba un nuevo cargamento, el público se apretujaba; y reinaban los codazos. Operación repetida varias veces cada jornada. Por allí, pululaba una fauna peculiar de bibliófilos, integrada por gentes como cierto señor mayor, ávido de encontrar materiales en torno a La Chelito, artista española de cuplé nacida en Cuba (1885). Riudavets transportaba fardos pesados, sin demasiados miramientos; y, en alguna medida, ninguneaba aquellos ejemplares expuestos a precio de ganga. Decía que no consideraba propiamente libros a los títulos carentes de encuadernación en pasta dura. Folletos y postales antiguas completaban, de forma ocasional, el acervo de contenidos sobre la superficie del cuadrilátero.

Al preguntarle por sus existencias, me confirmó que tenía en torno a un millón de

El librero Riudavets ha muerto
La Cuesta de Moyano.

ejemplares, almacenados en varios pisos propios de Madrid. El tío Gilito, personaje entrañable de Disney, se zambullía en océano formado por monedas de oro, dentro de su búnker. Imagino a Riudavets, haciendo lo propio con toneladas de papel impreso, dentro de almacén tan infinito como la biblioteca recreada por Borges.

En tanto coleccionista, solo le interesaban volúmenes y objetos que versasen sobre el mundo del libro. Llegó a reunir más de veinte mil piezas. Entre todas ellas, ¿cuál sería su “rosebud”? No era fetichista, más allá de este punto. A raíz de la muerte de una vendedora anciana, tal vez la mujer más malhumorada que jamás haya conocido, cuyos fondos heredó, el librero inundó, durante algunas semanas, su caseta con materiales procedentes del puesto vecino. Así, compré una postal enviada por el propio Riudavets a la señora referida. El remite de la tarjeta dejaba entrever rasgos de la personalidad compleja del hombre enigmático: Llívia, enclave español situado en Francia. Única localidad del Rosellón que permaneció en suelo patrio, tras la pérdida de dicho territorio catalán, por el Tratado de los Pirineos (1659). Lugar de culto, correlato de los libros raros.

Riudavets vivía por y para el libro. Así, dedicaba algunas tardes a realizar visitas con objeto de adquirir bibliotecas familiares, recién fallecido el propietario. Un testigo de excepción del decadentismo de las viejas familias del barrio de Salamanca, burgués y aristocrático, cuyos descendientes podían desprenderse de auténticos tesoros.

El librero Riudavets ha muertoEl librero, con atavío perenne de bata o guardapolvos azul, tenía valores y sentido de la justicia; pero, también era un poco cascarrabias, con mal genio. Desde su banqueta, observaba el gran teatro del mundo; y, si fuera menester, regañaba a los clientes que le pusieran nervioso, lo cual no resultaba difícil. Portaba boina propia de chulapo madrileño, si bien él era antítesis de dicho tipo costumbrista. Nunca olvidaré su timbre de voz, tan reconocible y personalizado. Cuando estaba de buen humor, le preguntábamos acerca del Madrid pasado. Interpelado por un hotel ya desaparecido, ironizó acerca de nuestro desconocimiento, sin darse cuenta de la diferencia de edad.

En alguna medida, el librero más emblemático de la Cuesta de Moyano aireaba maneras decimonónicas. Por su seriedad –que no por aspecto físico-, pensábamos que atesoraba más primaveras de las que en realidad llevaba a sus espaldas. Su propio uso del castellano lo atestiguaba, con ausencia del tuteo, cada vez más generalizado en la conversación española del siglo XXI. Desde el respeto extremo por la privacidad, retiraba la correspondencia privada incluida en las bibliotecas que caían en sus manos. Una lástima, dado el valor sociológico de dicha documentación. Creo que solo accedió a vender un lote de cartas enviadas por el escritor Ramón Gómez de la Serna, quien, con su esposa argentina, también vivió en Buenos Aires. Una placa en el barrio de Congreso lo recuerda.

Riudavets era jerárquico; y extremaba la amabilidad con ciertos clientes. Uno de ellos era Enrique Múgica, exministro y político relevante en la historia del PSOE. El librero siempre estuvo al pie del cañón; y, solo en los últimos tiempos, le acompañaba un ayudante.

Antaño decían que uno no se había muerto si la esquela no aparecía en el diario “ABC”. EnEl librero Riudavets ha muerto el texto de la suya, reza con mayúsculas un título: Decano de la Cuesta de Moyano. Entre los apenados, figuran familiares, amigos y, por último, Julián Elías –solo el nombre-. El escudero leal del honorable mercader de libros, expresión del Siglo de Oro, si bien no se hace referencia en el escrito a dicha plaza de ayudantía.

Si el afán de lucro no era lema, el librero veterano aguantó hasta el final. Nunca fallaba; y, hace más diez años, mi hermano se preocupó en cierta ocasión, al ver la caseta sin abrir. Recuerdo una mañana estival: cielo encapotado y tormenta aparatosa. Muchos colegas habían cerrado; pero, el titular del local número 15, cual hombre tranquilo, esperaba a que escampara. Y, mientras tanto, un cobertor cubría la mesa externa, repleta con las gangas del día.

Un libro de precio mínimo puede acumular valor inmenso, tanto literario como afectivo. La obra titulada “El español y los siete pecados capitales” (1966) fue “best seller”, cuyos ejemplares aparecían con frecuencia inusitada en la caseta. En la medida que me encanta este ensayo, mi hermano me animaba a comprar ejemplares, con objeto de regalarlos a alumnos y amistades. Cuántas veces he recomendado a estudiantes extranjeros esta introducción a la españolidad. Visité a Fernando Díaz-Plaja en Punta del Este, donde residía con su mujer, uruguaya; y, el escritor, ya muy olvidado, me firmó un ejemplar.

Un título es recuerdo de la primera etapa correspondiente a la “experiencia Riudavets”, hacia 1986: “Malabo, ruptura con Guinea”. Luis Carrascosa narraba en primera persona los últimos días de la presencia española en África subsahariana. El periodista había llegado para inaugurar los estudios de Radio Televisión Española (RTVE). Mi hermano, apenas un niño, se emocionaba cuando yo le decía lo bien que había hecho al comprar dos obras muy interesantes: una novela sobre la emigración sueca en Estados Unidos; y “El mal latino”, de Alain Peirefitte.

El librero Riudavets ha muertoEn un local con muchísimos libros antiguos de valor, alguna visita a la única caseta que nos interesaba de “Moyanos” también motivó disgusto: indeciso, no adquirí un tomo encuadernado de “La Ilustración Filipina”, revista editada a mediados del siglo XIX con grabados preciosos. Cuando volví, a la mañana siguiente, no pude completar la transacción: Riudavets acababa de vender el ejemplar hacía menos de cinco minutos. Nunca lo olvidé.

En cierta jornada -enero de 2013-, mi familia y yo nos encontrábamos en un café de “turcos”, ubicado en el casco histórico de la Ciudad de México. Y un chico madrileño, acompañado por su esposa, autóctona del país azteca, entró emocionado. Cliente de Riudavets, nos había reconocido como compañeros de tribu. Departimos de manera cordial; recordamos al hombre icónico, convertido en nexo; y también nos contamos nuestras andanzas respectivas por la calle Donceles, enjambre repleto de librerías de lance, cuyos estantes casi tocan los cielos de la metrópolis gigantesca del orbe hispanohablante.

El librero estaba soltero, sin hijos; pero, según me dijo un familiar suyo de mi edad, muy afable, con quien tomaba café, el patriarca tenía sentido amplio de familia extensa. En 2004, falleció a los 114 años de edad Joan Riudavets, el hombre más viejo de España. El librero madrileño compartía apellido y origen menorquín por su costado paterno. Creo recordar que su abuelo había sido militar de alta graduación con dicha procedencia. Pensaba, para mis adentros, cómo el protagonista de este obituario bien podía acercarse a la longevidad del que, con total seguridad, debía ser su pariente lejano. En cualquier caso, que le quiten lo bailado.

Gracias, Alfonso. Usted era un buen hombre; y nos hizo felices. ¿Qué más se puede pedir?