
“Es la historia del cine para mí la historia del cine que he visto. Pero desde el mismo instante en el que veo una película, en el fragmento de tiempo de un parpadeo, la mala memoria invita a olvidar el título, o el rostro de un intérprete, o un diálogo. Hay películas que quizá no tendré oportunidad de volver a ver. Será como si no las hubiese visto. Es por tanto el sinsentido”.
Me leo a mí mismo en esa reflexión y me sitúo en el universo Carlos Saura. Intento dar un punto de partida a este escrito: recordar, luchar con esa mala memoria, con el olvido de su cine. El punto de partida es ambiguo; es la soledad. Aparece de repente, amable, cálida, para la reflexión y el pensamiento. Otras veces es una peligrosa compañera, incisiva y cruel, asfixiante.
Es como si hubiese conocido un poco a Carlos Saura. En la soledad de una tarde intempestiva, leo sobre él, escribo sobre él, me refugio en él. Arranco en sus últimos pensamientos antes de desaparecer: “Me veo a mí mismo reflejado como una estrella errante en la inmensidad del cosmos. Siempre dije que la imaginación es más rápida que la velocidad de la luz”.
Saura nos escribe ya desde los confines. Ahora él es imaginación. Saura desaparece y el público le aplaude en los Premios Goya. Nos quedaremos aquí con sus palabras, para hacerle presente, no pasado. Mientras queden novelas suyas por leer, fotografías y cine por contemplar, estaremos descubriéndolo. Y recuerdo lo que me dijo Carlos Gracia: “Los cinéfilos vivimos de los descubrimientos”.
Saura habla sobre la suerte de trabajar en lo que a uno le gusta o apasiona, y que no considera un trabajo: “El cine para mí es el arte total, porque aúna todas las artes a las que he dedicado mi vida. Empecé siendo fotógrafo, luego fui a la Escuela de Cine, he dirigido ópera y teatro, he publicado novelas y he hecho exposiciones de mis dibujos. No me puedo quejar, pero lo bueno es que es una profesión que siempre te permite hacer cosas diferentes. Hay un grabado de Goya en el que aparece un viejecito y pone: “Aún aprendo”. Yo soy ese”.

Ahora podemos detenernos, explorar una u otra faceta de Saura. Ese es el regalo que nos deja, para ser más libres, él que se empeñó en hacer siempre un cine libre. Por eso podemos seguir el camino de lo sobrenatural, en la invocación de la cineasta Carla Simón, directora de “Alcarrás”: “Yo te invocaré a menudo. Te invocaré para que me alientes en la búsqueda de mi libertad creativa. Te invocaré para que me recuerdes que nunca me acomode, que experimente y que me aventure siempre hacia nuevos retos cinematográficos. Te invocaré para hallar lo político en lo más íntimo, y para retratar un país sin gritos ni subrayados. Te invocaré cuando quiera filmar personajes ambiguos, cuando quiera jugar con la música, cuando quiera desafiar los géneros, cuando busque la tensión en lo simbólico y el misterio en lo surreal. Te invocaré, hoy y siempre, porque llevo tu cine dentro”.
Se ha referido Saura al caos en su cabeza, de la intuición para salir de eso. Y la consideración de sí mismo como aventurero del cine: “me gusta mucho la aventura, lanzarme por un camino que no está trillado y para mí es innovador y un poco experimental. Me estimula mucho cuando consigo dar un pasito en esa dirección”.
Yo también intento seguir mi intuición para salir del caos en mi cabeza. Y lo hago escribiendo esto, buscando un recuerdo.
Dijo Berlanga sobre Saura que le interesaba la “creación de una atmósfera inquietante”.

Quizá es a través, dice Saura, de lo “insólito cotidiano”: “imágenes que se ven todos los días pero que en un momento determinado tienen un significado extraordinario”.
No hay un centro de gravedad en Carlos Saura. Hay muchos Sauras dentro de Saura. Es un sistema solar de cines. Cada uno se quedará con uno u otro planeta. Y como decíamos antes, la libertad, la libertad de un cineasta. Él afirma que ha hecho sus películas con libertad, sin intromisiones ajenas, que no sabría hacerlas de otra manera.
Me resulta difícil, en general, referirme a los cineastas como artistas. Pero creo que Carlos Saura era un artista. Toda su vida es una vida de búsqueda, de expresión, y la palabra que quizá le define mejor es “curiosidad”.

Además de ese cineasta artista, mis encuentros con Carlos Saura en las salas de cine han sido encuentros de asombro. Al menos en mis encuentros con los planetas saurianos que me han interesado. Y quizá la primera película de Saura que vi en la gran pantalla fue “Taxi”. Yo debía tener veintitrés o veinticuatro años. Tuve que aprender rápidamente quien era aquel cineasta, pero esto no lo conseguiría. Era un sistema solar amplísimo: planetas, anillos, satélites, cometas, etc… Saura: “El cine es una aventura, y así lo vivo. Y la literatura, y la fotografía, y la pintura. A mí me gusta ir siempre más allá. Improviso mucho en los rodajes, cambio cosas, no tengo ningún respeto a los guiones, no respeto ni mis guiones, y ahí tiene un ejemplo: se han publicado algunos y les he añadido algunas cosas. No respeto el guión original, lo haya hecho yo u otro”.
Yo ya tenía “Taxi” y esa luz de Saura y su colaborador Vittorio Storaro (“un gran creador, un gran inventor y además es rapidísimo”). Mi origen sauriano sería “Taxi”. Pero en la gran pantalla no pude ver los rostros de otros cinéfilos; en la sala apenas estaba yo y algún espectador solitario, posiblemente algún taxista.
No pude quitarme de la cabeza aquella luz extraordinaria de Storaro, aquella trama sorprendente para alguien que no solía encontrar cine español cerca. ¡Era lo insólito cotidiano!
Otra película: “Tango”. Y de nuevo la misma palabra: asombro. Asombro de ver que el tal Carlos Saura de “Tango” era el mismo de “Taxi”. Aquello no era posible. Películas tan distintas hechas por el mismo cineasta, y curiosamente tan distintas y tan cercanas al mismo tiempo con el nexo de Vittorio Storaro.
No me extrañó cuando me enteré que aquella película había sido nominada al Oscar en la categoría de película extranjera (hoy en día “película internacional”). “Tango” era un hechizo, un viaje sorprendente a cada segundo. Yo no tenía ningún interés en ese baile, había acudido a la llamada Saura, y acabé entusiasmado. Y esta vez sí que parecía haber atrapado a los espectadores, porque la pequeña sala en la que se proyectaba estaba prácticamente completa.
Me pregunto quién descubrirá esa película ahora. Y los cinéfilos vivimos de los descubrimientos… Seguramente quien la descubra será porque se ha fijado en el apellido Saura. Y seguro que aparecerán saurianos. Si no fuera así estaríamos ante el sinsentido, una vez más, el del cine que no ve nadie, o que es completamente olvidado.
Pero lo cierto es que las películas de Saura se ven raramente en televisión. Hay que estar atento para perseguirlas. Es el habitual desprecio por nuestros cineastas, por nuestro cine, que tan poco valoramos.
Así, en busca de nuevos planetas me dejo llevar por la imaginación. No sé si fue así exactamente, pero una noche me encontré con “La caza”. ¡Qué película! ¡Y en blanco y negro! Era del mismo tipo que había filmado “Tango”. ¡Y la película no es que fuera tan buena! ¡Es que era incluso mejor! Bueno, no lo sé. Me resisto a decir que tal o cual película es mejor.
Era una película sobre las heridas de la Guerra Civil, que siempre ha estado en el pensamiento y en el trabajo de Saura. Al escritor Alberto Sánchez Millán le dijo que la posguerra era un ambiente muy triste, con pocas luces, poca gente por la calle.
Y es que Saura, nacido en 1932, se encuentra en su niñez con el estallido de la guerra. Su familia peregrina, de Madrid a Valencia, de Valencia a Barcelona… Sólo en 1941 consiguen establecerse en Madrid y el niño Saura se encuentra directamente con la música, que tan importante fue en su vida. Su madre es pianista. Tiene la música infinitamente cerca.
Y la impresión de la guerra no la olvidará: “La guerra civil no ha sido aún tratada en el cine. Si acaso, un poquito. Muchas mías hablan de aquellos años, cierto. Pero faltan. Mi miedo actual es que aquel enfrentamiento se vuelva a producir en España. Por los conflictos que hay entre los partidos, por la violencia que se expresa oralmente… Me da miedo. No hemos aprendido nada”.
En los años 50, con apenas dieciocho años, Saura ya está haciendo fotografías sin parar. Fotografía la España de esos años, fotografía el Rastro de Madrid, fotografía pueblos castellanos. Todo le interesa. Fotografía, dice, por puro placer, con su Leica: “La fotografía es como el espejo, da miedo. Tiene la dureza de la objetividad, es terrible, testimonial, puede ser cruel y desalmada. (…) La fotografía es un instrumento mágico, uno de los mayores descubrimientos de la humanidad. Cada uno de nosotros pasa más o menos rápido por distintas etapas de su vida y vamos dejando un poso. La fotografía es la que muestra ese poso del que de otra manera yo no me acordaría y me doy cuenta de que era otra persona, que era diferente, que pertenecía a otro momento”.
En los años 60, un encuentro decisivo, con Luis Buñuel, el tótem de nuestro cine, donde confluyen nuestros cineastas. El humor indirecto, dice, amargo y sin chiste: “(…) un profundo amor hacia aquellos seres que la sociedad suele repudiar y la lucha que Buñuel mantiene constantemente contra la hipocresía y la mentira”.
Con sólo veintisiete años filma “Los golfos” y acude al Festival de Cannes. El encuentro con Buñuel, la amistad.
La fotografía, había descubierto, le limitaba, aunque le apasionaba. De ahí pasó al documental, luego a la ficción. Nada escapa: “La fotografía no es nada imaginativa. Porque es el documento en estado puro. El documental es la fotografía en movimiento pero con más posibilidades de inventar cosas”. Él hubiese querido hacerlo todo, vivir hasta los cien años, decía. Era arquitecto frustrado, bailarín frustrado, motociclista frustrado, cantante frustrado. El problema, dice, es que le gustaban demasiadas cosas. La curiosidad sin fin. Y que exista siempre el esfuerzo por el espectador, que no le den las cosas masticadas: “A mí me gusta trabajar en distintas capas, y si una película tiene dos lecturas o tres lecturas a mí me parece más interesante”.
Los tambores de Calanda resuenan con fuerza en el funeral de Carlos Saura. Los tambores le recuerdan, atronadores. Su cine es atronador si lo buscamos.
¿Cuántos Sauras hay? El de “La noche oscura”, sobre el período de prisión de San Juan de la Cruz. El de “Ay, Carmela” (quizá su mejor película), con unos soberbios Andrés Pajares y Carmen Maura.
Perseguiré “Flamenco, Flamenco”. Qué sensación, qué joya para el cine, para la ilustración de nuestras músicas. Qué maravilla es “Goya en Burdeos”, con el gigante de nuestro cine, Paco Rabal y de nuevo con Vittorio Storaro. Es el trío perfecto en su cine, el trío que apabulla, que hechiza.
Y cierro con “Pajarico” hasta que encuentre un nuevo cine de Saura, olvidado, no visto, que desea ser descubierto. Como “Pajarico”, personal, ese recuerdo fugaz de la infancia, que se desarrolla en Murcia, la tierra de su padre: “Un tío mío que era pintor, me llevaba en bicicleta a la huerta, por caminos de tierra. Allí, con su atril y sus herramientas, trabajaba, y recuerdo que iba en pijama. Los días de fiesta, en Murcia, la gente andaba en pijama porque decían que estaban más frescos”.
Es la luz de Murcia, del Levante, el calor, la siesta, las terrazas, dice. Es la luz del olor a azahar. El abuelo de esa historia, Paco Rabal, lanza el mensaje que quería hacer suyo: “la aceptación de la vida en todas sus dimensiones, hasta en la hora de la muerte. Deberíamos ser así, ¿verdad? … … Así la muerte forma parte de la vida”.
Nos vemos en tu cine, en tu imaginación, Carlos.