
Lo militar nace como consecuencia de las luchas tribales y de la necesidad de tener de manera permanente a miembros del grupo dedicados a una actividad única y principal, la que trata de los asuntos del ataque y de la defensa. Es tan antiguo como la primera reunión alrededor del fuego, donde una apariencia hostil y los ruidosos pies extraños que se acercaban dieron la primera alarma. Hubo que desplegar el primer centinela; después, de él y sus relevos dependió el grupo. No hubo descanso ni tregua entre las diferentes tribus, sino temporales alianzas junto a mayores desencuentros; ya no se conoció otra manera de vivir distinta a atacar y defender, infiltrarse o engañar y desde entonces, una época sin fecha fijada, el rugido del hombre en su conjunto vino a decir guerra.
El Rey Sabio dice en Las Partidas: «Milicia quiere decir tanto como compañía de hombres duros, fuertes y escogidos para sufrir trabajos y males, laborando en pro de todos comunalmente» y nos sigue diciendo, como recoge José María Gárate en su libro Espíritu y milicia en la España medieval, que escogían a los caballeros mirando que tuviesen tres cualidades: «Que fuesen sufridos, para sobrellevar las miserias, fatigas y trabajos que las guerras les deparasen; diestros en luchas, para que supiesen mejor y más presto matar y vencer a sus enemigos y no se cansasen fácilmente, y que fuesen duros, para no tener piedad de robar los de los enemigos ni de herir o matar, y también que no desmayasen por golpe que recibiesen o dieren».
Alfonso X el Sabio era asiduo lector de Vegecio, que decía «que la vergüenza veda al caballero huir en la batalla» y por ello el Sabio pide que sus hombres tengan «vergüenza natural» que les haga vencer, a lo que diría su sobrino el infante Don Juan Manuel que «la vergüenza es la madre y cabeza de todas las virtudes del caballero. Vale más al caballero haber en sí vergüenza e no haber en sí otra virtud alguna, que tenerlas todas sin esta».
En Las Partidas se está poniendo las bases de las ordenanzas militares, los férreos códigos castrenses y los primeros tratados de lo militar. Las principales virtudes van a ser destacadas con fervor y claridad y son hasta hoy el mejor resumen de lo que lo militar exige del caballero, del soldado: cordura, fortaleza, mesura y justicia.
Ser caballero era ser militar, entregarse al servicio de todos y por ello la vigilia, antes de ser nombrados caballeros, era para que Dios los guardase y los enderezase y los aliviase «como hombres que entran en carrera de muerte».
Se hablaba con la espada, con la lanza o con el arco y tanto se hablaba que llegaron a la pólvora para no verse las manos. Trocaron por capas sus pieles, bajaron de las sierras a los valles y aprendieron a fiarse más en la eficacia del valor que en la inaccesibilidad de los lugares. De siervos querían pasar a ser señores.
Aquiles, Alejandro, Aníbal, César y Napoleón. Caminos que emprendieron, nuevas rutas, intercambios de productos y descubrimientos de extrañas tierras y culturas. Y la constante de la guerra. Lo militar siempre presente, a pesar de la hipocresía de su rechazo. No eran los uniformes lo que les diferenciaba en un principio, sino sus armas. Luego vestirían otra librea pro distinción y diferencia. Se definió lo militar por el servicio en la guerra, todo un arte y una disciplina convertidos en oficio.
A Maquiavelo le preocupa el arte de la guerra y con su cruda y real visión de una época corrompida en su totalidad echa en falta los olvidados valores del mundo antiguo, la disciplina, el valor y la obediencia, algo que deja claro cuando Cosme pregunta a Fabricio en qué cosas quiere imitar a los antiguos: «Porque desde que los romanos se aficionaron a los placeres, empezó la ruina de mi patria» y le hace ver que debería imitarse el «honrar y premiar a la virtud, no despreciar la pobreza, estimar el régimen y la disciplina militar, obligar a los ciudadanos a amarse unos a otros, y a no vivir divididos en bandos o partidos; preferir los asuntos públicos a los intereses privados, y en otras cosas semejantes que son compatibles con los tiempos».
En definitiva, Maquiavelo nos ofrece una fina semblanza de lo militar: la virtud, que coincide con la definición dada por Pedro Calderón de la Barca del oficio militar: «Aquí la más principal hazaña es obedecer y el modo como ha de ser es ni pedir ni rehusar… religión de hombres honrados».
Se entiende cuando lo militar no tiene otra razón de ser que la existencia real o la amenaza de la guerra, su persistencia por encima de los tiempos, cuando solo la disciplina es necesaria para la independencia material y del pensamiento. Cuando la milicia es un arte es oficio honrado y no privado, interés que busca en la guerra la «utilidad para la rapiña, el fraude y la violencia y muchas condiciones que necesariamente le hacen malo».
En una nación bien organizada, dice Maquiavelo, se procurará hacer el estudio del arte militar durante la paz, y ejercitarlo en la guerra por necesidad y para adquirir gloria; pero solo cuando el gobierno lo ordene, como acontecía en Roma.
«El militar cuyo propio honor y espíritu no le estimulen a obrar siempre bien, vale muy poco para el servicio; el llegar tarde a su obligación, aunque sea de minutos; el excusarse con males imaginarios o supuestos de las fatigas que le corresponde; el contentarse regularmente con hacer lo preciso de su deber, sin que su propia voluntad adelante cosa alguna, y el hablar pocas veces o mal de la profesión militar, son pruebas de gran desidia e ineptitud para la carrera de las armas» (Art. 14. Reales Ordenanzas FAS españolas).
Parece sacado de antiguos cánones, casi medievales, cuando es uno de los códigos de conducta más insertados en la condición militar. Universal y adoptado, con unas u otras palabras, por todos los ejércitos del mundo.

Honor y espíritu son herencias de largas tradiciones, protegidas por los valores morales que han logrado mantenerlos por encima del paso de los tiempos.
Es común en la formación de lo que hemos llamado lo militar el amor a la patria, el culto al honor, al valor frente al enemigo y la disciplina en todo, valores recogidos en esos códigos militares que desde hace siglos han sido la ley y la razón del comportamiento militar. Es el gran tesoro que guardan los ejércitos, como fiel reflejo de las virtudes, y también de los defectos, de la sociedad a la que sirven en un proceso continuo de adaptación a cada tiempo.
Otros procedimientos son necesarios para hacer frente a desconocidas formas de guerra y enfrentamiento, en nuevas dimensiones, aunque convenga no olvidar que la razón de ser de los ejércitos sigue siendo la lucha armada, justificándose su existencia en la defensa de la sociedad y de la nación. Eso requiere una legislación de naturaleza moral, algo que solo la tradición escribe en los pliegos internos del alma y que se hereda de generación en generación.
Gracias a los códigos morales heredados, amistad, valor y desprendimiento, los ejércitos mantienen intacta su fortaleza moral, la de sus convicciones, su dimensión espiritual y patriótica. Un oficio como este, épico, vocacional y de riesgo, solo se rige por las leyes del espíritu. Hay un mandato moral en su código ético, que obliga a conservar y transmitir el historial, las tradiciones y los símbolos de su historia para perpetuar su recuerdo, contribuir a fomentar el espíritu y reforzar las virtudes militares de sus componentes, como herederos y depositarios de una gloriosa tradición militar. Los símbolos fortalecen la voluntad, exaltan los sentimientos e impulsan al sacrificio. Representan todo lo más hondo, lo que solo se alcanza sumergiéndose en su historia.
Así es incluso el lenguaje táctico de los reglamentos, que señalan la actitud a tomar en el momento álgido del combate, dando prioridad al lenguaje moral: «Llegado el instante del asalto, el escalón de fuego, con los oficiales a su altura y enardecidos sus hombres con gritos de guerra y con el canto del himno de su regimiento, se lanzarán a la carrera a través de las brechas abiertas».
Símbolos, códigos prodigiosos y extraños, gritos de guerra, arengas que arrastran más que palabras; sobrecogedor desafío, un resorte que hace revivir el espíritu de los ejércitos de todos los tiempos, de la tradicional dedicación al servicio y al sacrificio.
El sentimiento de unidad crea lazos eternos que perduran a través de los tiempos y forja unidades muy sólidas cuyos miembros se sacrifican individualmente en beneficio del grupo. Esa es la clave en la que se sustenta la moral y el espíritu de las auténticas, históricas y heroicas unidades.
El nombre, el lema, el himno, el guion, la hermandad, el servicio, la fraternidad… Sí, códigos prodigiosos capaces de hermanar en su síntesis a todos los hombres y hacerles luchar juntos hasta la muerte por un común ideal. Son los vínculos que los hermanan para siempre. La disgregación se manifiesta cuando se suprimen y con ello cesan las relaciones entre sus miembros.
Por ello son la esencia de la milicia, de lo militar. Es entereza, fuerza moral y exigencia; muy adecuada en el mando para luchar y exigir lo necesario para sus subordinados de la misma manera que a ellos se les exige darlo todo. Es decir: presupuesto. Una cualidad, más bien obligación, unida al mando.
Suele ser un viento seco y sin vida el que nos trae el sonido de la guerra. A pesar de la lejanía de su origen se le reconoce enseguida. Trae olores de duros combates en aquellos históricos escenarios de vida y muerte. Viene desde los ancestros de la tierra, de cuando la guerra era el principio de todo y la rutina diaria. Tierras de guerreros que se enfrentan a lo que les es ajeno y donde nunca vence la abundancia de recursos sino la crudeza del violento mensaje. La vida se enfrentó en sus primeros avatares al miedo de la esclavitud impuesta por la cultura de la muerte y siempre la guerra sonó a duros enfrentamientos, a olvido en la retaguardia, a nombre prohibido, a dudas, es el permanente interrogante de Aquiles: ¿qué hago yo aquí?
Solo venció el honor y el valor de los soldados. No es nada raro, suele ocurrir en todas las guerras; las pierden los que una vez que las empiezan no tienen, para ganarlas, el valor suficiente o no lo exigen a los que mandan.
No hay mayor desasosiego que ordenar hoy una cosa y mañana la contraria. Nada más amargo para el soldado que verse sometido a las oscilaciones de las vacilantes y contrapuestas decisiones.
Es una vida dura, la del soldado. Una vida llena de constantes riesgos, fatigas y sacrificios. Duras jornadas de incertidumbre en lejanos horizontes donde eres permanente centinela que espera la aurora. Enfrentado a un enemigo escurridizo, cruel y duro, que no suele dar la cara, ¡y cuántas veces limitada tu posibilidad de reacción!
Es una vida dura, la del soldado. La de hombres que cuando el amor a la vida les dice al oído que se separen del peligro, les dice su espíritu militar que se mantengan en el puesto de honor.
Es una vida dura, la del soldado, que acepta el sacrificio, incluso el mayor de todos, sin que haya razones de índole material que le lleven a ello. Estar convencidos de que se lucha por una causa justa es su asidero moral más firme ante la brutalidad de la guerra. Son el honor y la honra los sentimientos que han acompañado a las unidades moviéndolas hasta límites insospechados.
Es una vida dura, la del soldado, cuando te envían a una guerra sin nombre, enmascarada con mensajes que limitan el espíritu de lucha propio y la voluntad de vencer.
Es una vida dura, la del soldado que vive pendiente de una bala perdida, de una emboscada, un artefacto escondido o la permanente incertidumbre que acontece cuando en soledad se vislumbra la muerte.
Es una vida dura, la del soldado, cuando te juegas la vida mientras en la retaguardia se discute y se ponen en entredicho las razones y las órdenes por las que te han trasladado a estos confines.
Es una vida dura, la del soldado, pero no hay vida más honrosa y hermosa, siempre arropado por la camaradería y la fraternidad de los compañeros. Cuando no se lucha con convicciones morales, cuando cada uno va a lo suyo y no hay una referencia a seguir, un ejemplo a imitar y una disciplina moral que cumplir, solo se lucha por salvar la vida y ese es el momento a partir del cual se empieza a perder la moral, el combate y la vida.
Al margen de la formación técnica, de la preparación, de la instrucción y el adiestramiento, la camaradería, la fraternidad forjan unidades muy sólidas cuyos miembros se sacrifican individualmente en beneficio del grupo. Los combates no engañan a nadie y hacen dura poesía de la vida aunque esta sea efímera; sus versos son el valor, la amistad, la unión y el socorro, la marcha, el sufrimiento, el endurecimiento ante la fatiga, el compañerismo ante el fuego. El poema se llama guerra, la que no deja indiferente a nadie y cuyo código es capaz de hermanar con los mismos ideales a los hombres de todas las razas y de todas las creencias. Es un código prodigioso y extraño, que resulta humano a fuerza de ser severo y duro.
El espíritu también se define como ánimo, valor, aliento, brío, esfuerzo; como vigor natural y virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar. Hablar de lo militar es hablar de sensibilidades y de unas manifestaciones o tomas de decisión personales que no responden a los cánones convencionales. Son decisiones, razones que se enmarcan en el campo espiritual y que responden a un único y mismo criterio, a una misma y única razón de ser, el espíritu que surge de la práctica y la vivencia de unas virtudes.
La milicia ha sido y será una profesión del espíritu.
Decía la Enciclopedia Espasa de 1924 al hablar del espíritu militar: «Principio esencial, naturaleza moral de los pueblos, de las instituciones armadas y de los individuos, por lo que a la guerra, y sobre todo a la guerra ordenada, se refiere. Así como la eficacia militar es debida a la suma de todos los factores morales y materiales, el espíritu militar depende nada más que de los caracteres psicológicos, de modo que es tanto mayor cuanto más desarrolladas están las virtudes militares, y desaparece cuando estas virtudes se desconocen o se olvidan.
Como todos los principios esenciales, el espíritu militar es difícil de definir y de explicar. Existe en las sociedades y en los individuos, como existe el patriotismo en los pueblos, como el alma en los hombres. No es una pauta, es una fuerza; no es la brújula que señala el camino del deber, es el fluido magnético que impele a seguir este mismo camino.
Las manifestaciones del espíritu militar, como sucede con todas las manifestaciones del espíritu, son tan variadas como son distintas las circunstancias en que se dan a conocer. Cuando el amor a la vida dice al oído del hombre que se separe del peligro, le dice el espíritu militar que se mantenga en su puesto de honor, despreciando la existencia en aras de la patria; cuando la libertad humana le grita que se rebele contra la orden mal dictada, el espíritu militar le obliga a doblegarse y a someterse a quien la ley le señala como un superior; cuando la vanidad humana le induce a oponerse violentamente a la opinión del jefe inepto, el espíritu militar le sujeta a respetar lo que la inteligencia de ningún modo aceptaría; pues el espíritu militar es unas veces valor, otras abnegación, muchas veces entusiasmo por la profesión abrazada, no pocas anhelo de gloria para la colectividad, afán de esplendor para la patria; es, en fin, el conocimiento pleno del deber y la voluntad decidida de llegar hasta el sacrificio para cumplirlo».
Nunca ha habido tantas guerras ni amenazas como ahora. Nunca ha habido un negocio armamentístico como el de ahora. Y nunca ha habido tanta hipocresía como ahora a la hora de definir conflicto, guerra, acción de imposición de la paz… Todo es guerra y no eufemismos para el escondite. Vivimos la utopía del final de las guerras, del final de los conflictos armados y hasta conceptos tan manipulables como que lo militar no es necesario. La épica, el riesgo, la hazaña, son asumidos por otras organizaciones «más pacíficas y humanitarias», como si las guerras las iniciasen los soldados.
El militar, el soldado, debe prepararse para la guerra y alcanzar la máxima eficacia para el combate al servicio de la sociedad y de la patria. No parece muy difícil de entender la necesidad de disponer de un instrumento para salvaguardar y proteger los bienes de la nación y la vida de sus habitantes ante una agresión armada, recurriendo al uso de la fuerza, si así fuese necesario. Y si no es así podemos caer en gravísima irresponsabilidad que en definitiva se traduce en la pérdida de la vida.
Después de que Maquiavelo dijese que desde que los romanos se aficionaron a los placeres, empezó la ruina de su patria, un general durante la Segunda Guerra Mundial sentenció: «Nosotros tenemos el nivel de vida más alto del mundo y, por consiguiente, los peores soldados» (Los desnudos y los muertos, Norman Mailer).
«Tu Mu: en la época de los Reinos Combatientes, cuando Wu Ch’i era general, se alimentaba y se vestía como el más humilde de sus hombres. Su cama no tenía estera; durante las marchas no montaba a caballo; transportaba él mismo sus raciones de reserva. Compartía con las tropas el agotamiento y el esfuerzo más duro». (El arte de la guerra, Sun Tzu).
En 1921 José Ortega y Gasset publica La España invertebrada: «Yo necesitaba para mi vida personal orientarme sobre los destinos de mi nación, a la que me sentía radicalmente adscrito. Hay quien sabe vivir como un sonámbulo; yo no he logrado aprender este cómodo estilo de existencia. Necesito vivir de claridades y lo más despierto posible».
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Extracto del libro El nuevo arte de la guerra, editado por La Esfera de los Libros.