Hace unas semanas, un buen amigo me confesaba que sentía una gran preocupación. Estaba apesadumbrado porque no conseguía una afinación perfecta con su afinador electrónico. Él, que es un magnífico dulzainero —condición que lleva escondida dentro del morral de su gran humildad— se encontraba, diría yo, al borde de acomplejarse. Con afán de continua superación acude a las clases que imparte un gran músico dulzainero, avezado investigador de las nuevas posibilidades de nuestro instrumento en la otra vertiente de la sierra de Guadarrama.

—Está bien que quieras mejorar —le dije—. Siempre se puede profundizar en el dominio de la mecánica y la afinación individual y en grupo. Incluso en el trabajo de posiciones secundarias y nuevas notas. Además, las nuevas dulzainas requieren una emisión distinta del aire y una acomodación de la embocadura. Pero has de comprender —proseguí— que eres producto de los treinta y pico años que llevas tocando y que la impronta de tus maestros, algunos de los cuáles no sabían música, es lo que te da ese carácter especial, ese gusto y ese sonido que te hacen único frente a los demás.
Llegados a este punto, te encuentras en la encrucijada, en donde parece que elegir un camino impide ir por el otro.

La dulzaina llegó a las Escuelas de Música y al Conservatorio (hasta ahora sólo al de Segovia). Por ello parece que tenemos que hacerla digna compañera de los demás instrumentos que allí se imparten. Y aquí es donde yo digo sí y no.

Sí que hay que ordenar y organizar las enseñanzas del instrumento, la técnica, el repertorio, el trabajo individual y en grupo (incluidos otros instrumentos), la teoría y la práctica sobre el instrumento y el conocimiento del mismo.

No hay que cuadricularlo hasta el ciento diez por ciento, robándole su carácter o escondiéndolo bajo todo lo anterior. Y sobre todo hay que mantener o incidir en el estudio de sus recursos expresivos y el modo en que esos fueron utilizados por los dulzaineros tradicionales.

Vivimos en un mundo que nos pide perfecciones pero que en el camino hacia las mismas nos roba el alma. Estoy de acuerdo con toda aportación que suponga una mejora o una aportación para el instrumento y su interpretación pero —aviso desde aquí— corremos el riesgo de crear “perfectos intérpretes” ajenos a lo que interpretan, presentes en los eventos, en una especie de “corta y pega” cada vez más alejado de las razones en que se basa: no olvidar la raíz.

Por el mero hecho de tocar en una fiesta, un dulzainero, en primer lugar participa de una manifestación antropológica, pasando a formar parte de su contexto y —a la vez— a justificarse dentro del mismo. En segundo lugar, se convierte en un transmisor vivo de un legado musical concreto, con un contexto musicológico frágil; y digo esto porque puede alterarlo a distintos niveles: desde la función para la que lo utiliza, hasta el modo musical en que lo interpreta, es decir, desde la cáscara hasta el meollo. En tercer lugar, es un embajador, no ya de sí mismo sino del instrumento, el cual puede utilizar con pulcritud; no hablemos de maestría, sino simplemente de limpieza y corrección, que es lo que en definitiva le aporta dignidad tanto al instrumento como al músico que lo toca. En cuarto lugar sería deseable que el dulzainero fuera plasmación y referencia viva del valor que tiene la suma de los elementos anteriores: cuando toca con consciencia de lo que hace, de cómo lo debe de hacer y además dignamente, el valor de lo que hace debe de ser reconocido, primero por el propio músico y después por el que acude a sus servicios.

Mantener la raíz, el sentido original de las cosas como base para algo nuevo, es algo que han sabido hacer muy bien los castellanos. Incorporar nuevas posibilidades, como por ejemplo la conformación de grupos de música de cámara, no debe arrinconar todo lo hecho con anterioridad. “Ellos hacen cosas que nosotros no sabemos hacer” —dirán algunos—. “Y viceversa” -digo yo. Porque alguien que aprenda a tocar la dulzaina puede convertirse en un magnífico músico de este instrumento, pero no por ello se convertirá en un dulzainero, si en su enseñanza/aprendizaje se suprime o se ignora la vinculación con el mundo del que procede su instrumento, su repertorio y el contexto de su uso. No se trata de condicionar a nadie, por supuesto, pero ahora que hablamos de patrimonio intangible, también deberíamos considerar la interpretación como parte de ese patrimonio, aunque —como algo vivo— sea susceptible de depuración y mejora, de evolución en una palabra. Los unos guardando y oxigenando la raíz y los otros en la vanguardia, trabajando por el futuro. Y entre unos y otros el punto de encuentro, para mantener esa riqueza, en evolución y dando lugar a nuevas formas, ampliando el campo de expresión de la dulzaina. Y la conservación, tan necesaria ahora que parece que se marchita el mundo donde se ha sustentado la tradición. Los pueblos y sus gentes desaparecen y sin ellos no hay fiesta que valga. Si a esta terrible perspectiva añadimos el hecho de la dulzaina protagoniza mayoritariamente actos festivos de carácter religioso, los pronósticos son claros. Por ello el interés, la absoluta necesidad, de mantener en la enseñanza del instrumento —junto a las cuestiones técnicas— todo aquello que le da su carácter propio.

Porque la dulzaina, además de ser un instrumento musical, es un instrumento tradicional. Y todo aquel que sepa verlo comprenderá, que este segundo epíteto, viene a incrementar su valor. Y que la integración de la misma en Escuelas de Música y Conservatorios no implica prescindir de ese carácter particular que aporta tanta riqueza a nuestro instrumento.

Hoy puede ser una tentación mirar a estas escuelas tan perfeccionistas, que con un dominio mecánico casi absoluto y una ampliación de la tesitura del instrumento —entre otros recursos— hacen interpretaciones polifónicas de gran atractivo para el público. Sin embargo hay que comprender que el verdadero valor de aquellas (además del trabajo que desarrollan) está en complementar lo que la tradición nos ha legado y en saber elevarlo, hacerlo evolucionar sin privarlo de su raíz y su sentido original. De otra forma corremos el peligro de que se conviertan en cantos de sirena que hagan naufragar la interpretación tradicional, sustituyéndola por una nueva, muy académica, sí, pero una impostura ajena a la tradición, como en su tiempo lo fueran los bailes modernos frente al Baile de Rueda, al que arrollaron en aras de la moda. Esperemos que este pequeño bastión del folclore que es la dulzaina, no sea abatido por el folk de consumo.