Las cifras de la despoblación en muchas de las áreas rurales son impactantes, pero en realidad no dicen suficiente. Hay muchos procesos encabalgados en la despoblación. De algunos de ellos han hablado los sociólogos: el envejecimiento y el éxodo de jóvenes, la desproporción entre varones y mujeres residentes en edades productivas y reproductivas, la práctica ausencia de niños, el nulo número de nacimientos, el nulo número de bodas y el elevado número de defunciones. Todos datos demográficos. Pero ante todo la despoblación es un proceso social que se caracteriza por el debilitamiento hasta la inanición precisamente de lo social. Un proceso que tal vez arranca de hace tiempo, que ha ido sufriendo periodos de aceleración y de estancamiento y que posiblemente esté alcanzando en muchos casos el punto de no retorno, ese desde el que se ve el fin cerca. No sólo ha ido reduciéndose el número de personas, sino también de familias, de hogares, de vecinos, de parientes, de amigos, de quintos, de cofrades, de grupos de vecindad o de amistad, de cuadrillas de trabajo, de grupos de costura, de compañeros de fiesta, de compañeros de juego, de círculos de conversación… En fin, en la vida cotidiana se han ido perdiendo innumerables papeles sociales, redes de compañía y de ayuda, se han ido deshaciendo vínculos, lazos de interdependencia y de reciprocidad y es posible que también los que se hayan ido lo hicieron liberándose de obligaciones, dependencias, sumisiones…porque había de todo en aquellas sociedades. Pero en definitiva es así como se ha ido deshaciendo esa sutil, pero firme trama que cimentaba la estructura social y daba soporte a la vida social cotidiana. Si bien durante algunos períodos (vacaciones, fines de semana) el retorno parcial e intermitente de buena parte de los que se fueron ha dado lugar a momentos de aliento y de recuperación que han permitido comprobar la fortaleza de los vínculos, la lealtad de los amigos y el apego al terruño, la piedad filial y la fuerza de la sangre, y no obstante, pueden haber servido también para ir asimilando poco a poco un futuro de decadencia inexorable que finalmente parece que se precipita.

Con las cifras de la despoblación no se dice bastante de la reducción de las rentas, de la limitación de las pensiones, del abandono de las tareas agrícolas y ganaderas, de la falta de trabajo, de la desaparición progresiva de servicios públicos a cargo de profesionales privados, del abandono institucional, la supresión de plazas y la falta de servicios públicos que conlleva su desempeño. En el proceso de despoblación hay una serie de puntos críticos marcados por la paralización de la pequeña industria, del taller artesano, el cierre de las tiendas, de la farmacia, de la carnicería, de la panadería, del supermercado… y la supresión de la figura del secretario, el médico, el cura… y su sustitución por otros no residentes que se limitan a hacer breves visitas. Cuando ya no hay bar/tienda y cuando se va el maestro o la maestra… (porque se han ido las pocas familias con hijos en edad escolar que quedaban) el proceso alcanza su punto álgido de debilitamiento. En cada pueblo ha habido una serie de hitos que han marcado su propio proceso de declive, no sólo por salidas sino también por defunciones. Y entre los que quedaron tanto o más se marcan las idas y las ausencias de los “suyos”.

Y con las gentes que se fueron se van perdiendo otras muchas cosas, entre ellas, las prácticas tradicionales, los conocimientos locales sobre suelos, plantas, aguas, animales, clima…, los oficios, las labores, las habilidades técnicas y sociales, los juegos y modos de entretenimiento, los modos de comunicación, las jergas profesionales, los nombres de las cosas y los lugares, los relatos sobre sucesos reales o ficticios, la mayoría de las fiestas del año. En realidad, todo eso que englobamos en la tradicional se viene perdiendo desde y a medida que se han ido asumiendo los modos y prácticas de la modernidad, de manera que la despoblación no va haciendo más que sepultarlo en el olvido y para más inri acentúa el sentimiento de pérdida.

Propiamente se trata de complejos procesos ciertamente de pérdida, pero también de intentos de recuperación -selectiva, sin duda- e incluso de estrategias de resistencia, de simple mantenimiento o incluso de esperanza para posibles retornos o de atractivo para posibles turistas. Pero la pérdida es generalizada y se están realizando inventarios etnográficos que no hacen otra cosa que constatarla, advirtiendo que no será posible hacerlos exhaustivos porque faltan ya las personas que eran hábiles en las prácticas, las conocían bien y disfrutaban con ellas. Unos porque son demasiado viejos, otros porque han muerto, otros porque no están. Y además, en muchos casos ya no se encuentran los objetos, se fueron perdiendo por descuido y desuso debido a esa doble fuerza poderosa que ha intensificado su abandono, la modernización que los sustituyó por otros y la despoblación que se llevó las manos que los usaban. Desde hace no mucho tiempo sabemos que esa pérdida es patrimonial, del patrimonio que la UNESCO llama inmaterial tal vez porque de ellos duele más lo que significan que lo que vale lo físico. Y esa pérdida no es cuantificable ni fácilmente compensable. Para ellos es una pérdida que les afecta en lo más profundo, en su identidad, y para todos es una pérdida de diversidad, porque al fin y al cabo ambos procesos, la modernización y la despoblación, tienen un análogo efecto final, todo adquiere la uniformización del objeto de consumo y la desfiguración y uniformización que comporta el abandono y la soledad.

Esa es la visión más pesimista, pero a menudo se han generado reacciones de revitalización. Por un lado, no pocos de los que se fueron mantienen el recuerdo de las prácticas de su niñez y juventud y en sus retornos periódicos, si bien breves, son los primeros en el intento de revitalización de algunas de ellas. Los ejemplos de recuperaciones y de revitalizaciones son abundantes e incluyen vestimenta, gastronomía, oficios, cantares, danzas, juegos, rituales religiosos que se incluyen dentro de programas festivos a sabiendas de que se trata de actos “representativos” que verdaderamente no reviven sino que reproducen al menos una imagen de los modos y prácticas tradicionales. Y mientras acometen estos proyectos se produce el “milagro” de la activación de la vida social, las interacciones se multiplican, las ayudas mutuas y la reciprocidad retejen los lazos sociales y la imaginada y nostálgica comunidad toma cuerpo y se hace visible. Revive -pero ay, solo transitoriamente- el pueblo.
Y también los que se quedaron reaccionan manteniendo esforzadamente algunas tradiciones, mediante el compromiso espontaneo de algunos o mediante asociaciones de vecinos que se reafirman en su condición. Todo ello aunque falten los que tradicionalmente desempeñaban esos papeles y, aún más, todo ello aunque falten niños y jóvenes, aquellos que tendrían que aprender las tradiciones y tendrían luego que transmitirlas a otros. Es precisamente esta imagen, la de los abnegados y envejecidos vecinos residentes implicados en la noble tarea de conservar su patrimonio inmaterial, con el recuerdo de sus antepasados aunque sin la presencia y la compañía de sucesores, la que muestra los efectos de la despoblación mucho más que las frías cifras demográficas.

Y aún habría que tratar otra serie de procesos ligados a todo lo anterior: los valores de la cultura tradicional en relación con la sostenibilidad, con la llegada de contraculturales, con la integración de inmigrantes, y su incorporación a los proyectos de repoblación con gentes de procedencia urbana que devienen neo-rurales, etc.

Estos son los temas y problemas que se van a abordar en las Jornadas sobre Despoblación y Cultura Tradicional que se celebrarán en Segovia los próximos días 3 y 4 de mayo.