Dentista, barbero y cirujano (Siglo XVII. Año 1614.)

Señora directora:

La barbería de Pedro está en la plazuela del Ángel, cerca del Corral de Comedias. A la derecha nada más entrar, hay una imagen de Santa Polonia (patrona de los dentistas, y de los desgraciados que los sufren). Frente a la imagen destaca un anaquel con bragueros, dentaduras postizas, un frasco grande de cristal lleno de sanguijuelas y en un aparador hay unas bandejas donde se extienden las herramientas del oficio: botadores, sondas, escoplos, martillo, gatillos, pinzas, buriles y lancillas.

Desde «la sala de espera» se oyen los gritos enervantes y desalentadores de un cliente que se pone a chillar como un gorrino en S. Martín. Para amortiguarlos y «distraer» a los que esperan Pedro tiene un aprendiz que lee en voz alta gacetillas, cuentos y otras historias; hay un pequeño problema con el «ayudante»: es tar-ar-tamudo y se ganaba la vida voceando lecturas en la calle, pero la ge-ente se disp-p-ersaba antes de que t-t-erminara el anuncio de lo que iba a leer.

Se ve al maestro con el gatillo en una mano y un frasco de triaca en la otra; es esa sustancia que inventó Andrómaco, el médico de Nerón, para liberar a su amo de todos los venenos y pestilencias y que posteriormente fue desarrollado por Mitrídates como alexifármaco, una especie de antídoto universal. Pedro lo usa con buenos resultados porque carga la mano con opio pues intuye que es fundamentalmente para mitigar el dolor.

En las guerras de Nápoles o por Italia, tropezó con el Dioscórides, libro que supuso un gran progreso en sus técnicas de tratamiento hasta ahora limitadas a la extracción, y el salto cualitativo lo dio al trabar amistad con un sacamuelas alemán de Tubinga, enrolado en su mismo regimiento, que le inició en el arte de la amalgama desarrollada por Johannes Stokerus.

También limpia bocas en su barbería y cuando termina les da a sus clientes un brebaje de color oscuro hecho basándose en vino, mirra, almástiga, y granos de cebado que sabe a cieno. El paciente hace un buche y lo escupe por la ventana (no hay preocupación porque la gente ya lo sabe y evitan pasar por allí). Para el aliento, de los mas ricos, les vende una bolita de almáciga; es como una resina presentada en pequeñas lágrimas de color opalino que se ablandan en la boca y dejan un aliente fresco.

Ahora estoy poniéndome implantes en la boca. Pedro, mi dentista, tiene unas «ayudantas» amables que no ta-a-ar-tamudean, música y revistas en la sala de espera.

A ver si puedo comer bien y reírme a mis anchas.

Luis Calvo Sanz