Julio Montero (*) – Narrar de verdad la vida

Los editores al pensar en el realismo se les va la cabeza a un buen escándalo que sirva de percha para promocionar un libro que así se convierte en “rabiosa actualidad”. Sin embargo los buenos autores saben muy bien que el realismo en sus relatos no está ni en los aspectos de la realidad que se copian, ni en los rasgos autobiográficos que manifiestan. Un autor no necesita que se le muera su padre para narrar ese sufrimiento en alguno de sus personajes; ni que le traicione su mejor amigo para transmitir con veracidad esa triste experiencia. Y hasta pueden hacernos partícipes de un parto.

Es verdad que los mundos que construye la ficción requieren referentes de la realidad para ser verosímiles; pero lo importante de la buena ficción es cómo se construye ese mundo, no que haya aspectos reconocibles para el lector. En puridad el lector ha de comprobar si el autor le mete en su mundo, no qué le quiera decir… porque normalmente no quiere decirle nada en especial, solo pretende presentar un universo creíble, sea inquietante o no, bueno o malo, con perversos que triunfan o héroes que sufren y mueren… o con todo a la vez.

Tarkosky, hace ya muchísimos años, definió el cine como esculpir en el tiempo. En realidad la frase podría aplicarse igualmente a cualquier forma de narración creativa, artística. Porque en buena parte eso es lo que hace un buen novelista: meter unas vidas en 300, 400 u 800 páginas. Y por muy grande que sea el libro nunca cabe en él toda una vida. Incluso los libros que se nos presentan con una declaración de intenciones manifiesta por el realismo y el detalle (como suelen ser las buenas biografías) sobre el discurrir de acciones, sentimientos y deseos de alguna persona relevante, no dejan de convertir a esa persona en personaje.

Vistas las cosas así, el narrador, como el escultor, trabajaría en quitar todo aquello de la realidad “que sobrara”. Y el lector no experto podría pensar que todo aquello que no cupiera en la novela (o en la película) carecería de interés. En realidad y dicho con crudeza: sería vida sobrante, retales de realidad vital. Y el creador se nos aparecería como un dios en su mundito, con capacidad de decidir sobre el valor de las acciones, dichos e intereses. En fin, que la vida es demasiado larga y el arte debería ser breve.

A algunas gentes, de las que viven por ahí, les parece que les sobra toda su vida. Están tan desesperados que se agarran a cualquier trozo de realidad vital, aunque sea ajena. Son capaces de robar retazos de vida de los otros y atribuírsela. Algunos de ellos aparecen en las comisarias y se autoinculpan de crímenes horrendos que no han cometido y de los que se han enterado por la prensa o la televisión. Necesitan ser algo, porque se perciben fundamentalmente como prescindibles.

Traspasado a la vida real el arrepentimiento vendría a ser aquello que no hubiéramos querido hacer. Lo que nos hace enrojecer cada vez que lo evocamos. En el fondo, lo que sentimos que sobra de nuestra vida; lo que hubiésemos querido borrar… y que nos gustaría que borrara nuestro biógrafo si alguien se ocupara de esa tarea. En fin: lo que el narrador, con otro criterio, por coherencia artística, decide arrancar en una novela.

En el otro extremo están aquellos cuya biografía de verdad no cabría ni en un millón de páginas. La plenitud de sus vidas daría sentido a todo su quehacer. Todo sería argumento, parte imprescindible del sentido de su latir vital. Otros lo llaman quizá coherencia… y no se equivocan.

Es lo que viene a decir Juan en su evangelio: “hay, además, otras muchas cosas que hizo Jesús y que si se escribieran una por una no cabrían en el mundo los libros que se tendrían que escribir”. Una vida plena de verdad para su biógrafo. Hay otra plenitud más asequible en la que no faltan tachaduras visibles y hasta líneas en blanco. Es gente que ha preferido vivir y equivocarse; aunque al final de su recorrido lo que llevan entre las manos como producto final de sus trabajos sea un pedrusco enorme. Algunos pensarán que no vale para nada comparado con su diamantito minúsculo pero bien pulido. Ellos saben, sin embargo, que es un enorme diamante en bruto: sucio, con piedras sin quitar aún, sin dignidad en apariencia. Pero les quedará por delante toda una eternidad para que quienes les sigan puedan limpiar aquello y se lo queden como herencia. Y si son listos reconocerán que ellos se han limitado a hacer de artistas: a quitar lo que sobraba de una vida plena.
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(*) Catedrático de Universidad.